
CIUDAD DE MÉXICO. AÑO 2019. Nunca había ido a algún evento Pride. En Chilpancingo en mi época estudiantil, me habría topado por casualidad con su marcha del orgullo. Había pisado varios lugares nocturnos de ambiente, pero nisiquiera me hacía la pregunta del por qué nunca un Pride.

Me acompañó mi prima y su novio. No me percaté hasta después que era la historía típica de unos chavos de secundaria que animan a su amigo a hacer cosas para salir del closet. Pero yo ya tenía 34 años.

Llegamos y primero nos quedamos un rato viendo pasar los contingentes. Nos unimos a la marcha poco después. Al avanzar, uno siente calidez y mucha fraternidad. Escuché de repente un murmullo silente, algo que avanzaba entre la multitud y se detuvo diciéndome comprensivamente “Tranquilo, ya sé por qué estás aquí. Qué bueno que viniste”.

Alguien comenzó a cantar la de “A quién le importa” de Alaska. Esa canción es un himno. Sólo Dios sabe en qué momento comencé a cantarla también, al principio entre mis adentros, con voz bajita hasta que finalmente alcancé el grito para unirme con los demás al unísono. Comencé a mirar atrás y preguntarme qué era lo que había detenido mis pasos. Pensé en los demás, el motivo por el cuál la entonaban; seguramente la mayoría por celebración. Otros por resistencia, y por supuesto, de esperanza y de aliento.

Cuántas historias de amor, reflexión, de aceptación, de valentía o hasta de dolor, habrán tenido que pasar para que podamos cantar bajo el rayo del sol “A quién le importa“…